La Europa de los subsidios

01 ene 2005

Es una lástima que se cree este frente de resistencia, puesto que la Ampliación ofrece una excelente oportunidad para reconducir una política comunitaria –regional o de cohesión–, cuya eficacia y eficiencia económica es más dudosa. Su justificación es política, bajo la consabida tesis de que el acceso de los países ricos a los mercados de los países pobres debe ser compensado con ayudas a favor de éstos últimos.

Es bien sabido que este argumento, que se usa también con profusión en relación a las transferencias dentro de España, demuestra una escasa confianza en los efectos beneficiosos del libre comercio. Si el acceso a los mercados es mutuo y verdaderamente libre, el país pobre no tiene por qué resultar perjudicado, puesto que puede aprovechar sus ventajas comparativas, fundamentalmente de menores costes laborales, fiscales y sociales en el nuevo marco comercial.

Los perjudicados, si los hay, son algunos sectores económicos concretos que se ven desplazados por la competencia. Sin embargo, ello ocurre tanto en los países pobres como en los ricos, y la política regional se ha dirigido sólo muy marginalmente a paliar estos desajustes sectoriales. El escaso progreso de la convergencia real en Europa a lo largo de los últimos años, con la excepción de Irlanda, permite efectuar algunas consideraciones.

En primer lugar, y como muestran los casos de España, Italia y, recientemente la Alemania unida, las transferencias interterritoriales podrán ser el resultado de equilibrios políticos, pero no son precisamente los mecanismos idóneos para promover el crecimiento de las zonas menos desarrolladas. Son la expresión política de la solidaridad entre pueblos.

Sin embargo, tanto en Europa como en España, su magnitud y pervivencia en el tiempo está llevando a capas significativas del electorado a poner en cuestión los propios entes políticos de referencia. En este sentido, compartir tramos de la imposición directa sobre la renta constituye un mecanismo de solidaridad políticamente más aceptable, dado que tiene sentido contribuir en función de la renta a unos gastos comunes; y probablemente también es un sistema más equitativo, ya que con los mecanismos actuales el ciudadano pobre de la región rica transfiere renta al ciudadano rico de la región pobre.

Una segunda constatación es que el efecto de las ayudas no es despreciable, pero tampoco crucial. Si la Ampliación se lleva a cabo sin intervencionismos excesivos, el conjunto de la Unión crecerá a largo plazo a un mayor ritmo, y países con potencial de crecimiento como España debieran ser capaces de participar más que proporcionalmente de ese impulso general.

Además, la reducción de las ayudas no significa que deba detenerse el impulso inversor en los países pobres. Simplemente, aunque ello no es sencillo, será necesario modificar los patrones de ahorro y consumo para hacer frente a las necesidades de inversión. A ninguna sociedad le conviene acostumbrarse al subsidio, y ahorrar e invertir en función de los regalos recibidos.

Por último, y no menos importante, si tras la Ampliación se mantiene un nivel elevado de ayudas, ello comportará que continúen las presiones sobre los países entrantes para que armonicen sus tipos impositivos y sus cargas sociales con los de Europa occidental.

Esta sería una fórmula para el desastre, puesto que esa armonización eliminaría una parte significativa de las ventajas competitivas de los nuevos socios. Esa sería la receta para que la Unión ampliada fracasase en su objetivo de incrementar el crecimiento económico del conjunto del continente.